Darwin por Sanchez Ron
Expresado muy brevemente, Darwin
sustanció con muy variadas evidencias la idea (que otros antes que él habían
propuesto) de que las especies evolucionan, encontrando además un mecanismo que
hacía plausible tal evolución; defendió que la vida es como un árbol, de cuyas
raíces han ido brotando diferentes ramas, esto es, especies que con el paso del
tiempo continúan diversificándose, dando origen a otras bajo la presión de
determinados condicionamientos. Después de esforzarse por encajar en una gran síntesis
las piezas (zoología, botánica, taxonomía, anatomía comparada, geología,
paleontología, cría domestica de especies, biogeografía...) del gigantesco
rompecabezas que es la naturaleza, y estimulado por la noticia de que Alfred
Wallace había llegado a conclusiones similares, aunque no tan sustanciadas, en
noviembre de 1859 -pronto hará, por consiguiente, 150 años- publicó un libro
que forma parte del tesoro más precioso de que dispone la humanidad: El
origen de las especies. Doce años más tarde, en otro gran libro (El
origen del hombre), aplicó a los humanos las lecciones del primero,
despojándonos del lugar privilegiado en la naturaleza que hasta entonces nos
habíamos adjudicado.
A lo largo del siglo y medio que nos
separa de la publicación de El origen de las especies, la esencia de su
contenido no ha hecho sino recibir confirmación tras confirmación. Puede que
aún resten cuestiones por dilucidar, pero el evolucionismo darwiniano nos
suministra un marco conceptual y explicativo imprescindible para comprender el
mundo natural de manera racional, sin recurrir a mitos.
A la vista de todo lo dicho, podría
pensarse que la única actualidad de Darwin y de su obra es la de honrar su
memoria utilizando la excusa de los dos mencionados aniversarios. Ojalá fuese
así. La evolución entendida a la manera de Darwin es un hecho científico,
contrastado de manera abrumadora, y su relevancia para situarnos en el mundo es
obvia, pero no es universalmente aceptada. En Estados Unidos solamente la
acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente
entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%),
aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por
la BBC en 2006,
el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de
creacionismo, y un 13% "no sabía".
La historia de la oposición de los
creacionistas a Darwin ha sido comentada en numerosas ocasiones y no pretendo
volver a este asunto, que, sin embargo, continúa vigente, aunque ahora sea
recurriendo sobre todo a una nueva terminología: el diseño inteligente, la idea
de que un Dios debió de diseñar cada una de las especies que existen. Me
interesa más hacer hincapié en el hecho de que una teoría científica
contrastada y de enorme relevancia social sea rechazada o muy pobremente
comprendida. En mi opinión, una explicación posible del tal rechazo reside en
el desconocimiento.
Debatimos insistentemente -ahora estoy
pensando en España- acerca de los programas educativos para nuestros jóvenes; por
ejemplo, si es aceptable o no imponer asignaturas como Educación para la Ciudadanía, ante la
cual algunos argumentan que limita la libertad de los padres a ejercer sus
derechos en la formación (moral y religiosa) de sus hijos. Y, mientras tanto,
la enseñanza de ciencias sufre cada vez de más carencias.
No parece preocuparnos demasiado, por
ejemplo, si se enseñan adecuadamente sistemas científicos tan básicos como la
teoría de la evolución de las especies. El pasado noviembre, se publicó un
libro en el que se adjudicaba a la
Reina, doña Sofía, la siguiente manifestación: "Se ha de
enseñar religión en los colegios, al menos hasta cierta edad: los niños
necesitan una explicación del origen del mundo y de la vida".
Podrá resultar doloroso a algunos, pero
la única explicación que da lugar a comprobaciones contrastables sobre el
origen del mundo y de la vida procede de la física, de la química, de la
geología y de la biología. La religión pertenece a otro ámbito.
¿Es legítimo ocultar a los niños ese
mundo científico, condicionando así sus opiniones futuras, en aras a algo así
como "mantener su inocencia", o por las ideologías de sus padres?
Haciendo públicas sus opiniones en una cuestión cuya importancia no puede
ignorar, y por la elevada posición que ocupa, doña Sofía hizo publicidad de una
determinada forma de entender el mundo, que jamás ha recibido comprobaciones
contrastables.
Una forma, además, que, al menos en
España, de la mano de la jerarquía católica, pretende intervenir en apartados
que pertenecen al poder legislativo, como son los programas educativos o lo que
es admisible o no en los tratamientos médicos (no puedo olvidar en este punto
las manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española a raíz del
nacimiento, en octubre de 2008, de un niño tratado genéticamente para curar a
un hermano que sufría anemia congénita: "El nacimiento de una persona
humana ha venido acompañado de la destrucción de sus propios hermanos a los que
se ha privado del derecho a la vida"; palabras no sólo cuestionables desde
el punto de vista de la ciencia sino también, en mi opinión, carentes de
compasión ante el sufrimiento ajeno).
Necesitamos educar en la ciencia a
nuestros jóvenes; no, naturalmente, para que entiendan que ella es el juez
supremo para las opciones que quiere asumir una sociedad democrática. La
ciencia es, simplemente, un instrumento -el mejor- que los humanos hemos
inventado para librarnos de mitos, orientarnos ante el futuro y protegernos de
una naturaleza que no nos favorece especialmente. Sucede, no obstante, que no
se ha instalado de manera tan segura en nuestras sociedades como se podría
pensar, siendo contemplada frecuentemente con sospecha. Si como muestra sirve
un botón, he aquí la siguiente cita (Juan Manuel de Prada, XL Semanal,
5-11/X/2008): "La ciencia parece dispuesta a demostrar esto y lo otro; y
mañana podrá sin empacho alguno desdecirse y demostrar que lo opuesto a lo
contrario es lo cierto, en un tirabuzón enloquecido y sin fin. Y todo ello bajo
un manto de inapelable respetabilidad". Por supuesto que existen
científicos envanecidos, incluso tramposos, y también que se cometen errores,
pero no olvidemos que en última instancia la ciencia no es sino capacidad de
identificar y remediar equivocaciones, de buscar sistemas con capacidad
predictiva.
Recordar y celebrar a Darwin es más que
un acto festivo; constituye un homenaje a la ambición y el rigor intelectual,
al poder de nuestra mente para comprender el mundo. Y también es un ejemplo de
que la investigación científica no tiene por qué ser ajena a atributos humanos
como son el amor a la familia, la decencia, la discreción o el ansia de
justicia. La biografía de Charles Darwin -un hombre que llevó a cabo un largo y
complejo camino, que le llevó a consecuencias que no había previsto y que le
obligaron a desprenderse, en un doloroso proceso, de las creencias religiosas
en que había sido educado- está repleta de todo esto.
José Manuel Sánchez Ron
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