martes, 1 de abril de 2014

Narradores de Realidades



Juan Cruz
Dice Manu que los periodistas somos unos quejicas. Lo dice desde la autoridad que le permite ser conocido sin necesidad de que se diga que se apellida Leguineche. Es muy grande. Cuando la gente se devanaba los sesos tratando de introducir en España los esquemas del "nuevo periodismo", ya él hacía ese periodismo, ni nuevo ni viejo. Periodismo. No hay otro. Él dice que el periodismo será siempre lo que fue; cambiarán los formatos, los soportes, pero si el periodista no tiene un buen equipaje de amor para desarrollar el oficio (y para documentarlo) dará igual como lo llamen: no será periodismo.
Es un refresco para el oficio verle y escucharle; en tiempos como estos, en que todo el mundo se pregunta qué nos pasará en el futuro, su voz de anteanoche en el Telediario 2, de TVE, dejó claro lo que nos pasa: que no nos pasa nada, o que nos pasa tan solo que somos unos quejicas. Frente a tanta dramaturgia de las crisis lo que tenemos que hacer es periodismo. Y punto. Otro maestro del oficio, Augusto Delkader, suele decirlo: "En caso de duda, haz periodismo". Y eso vino a decir Leguineche. En una conversación que él hizo espartana, como él ha sido siempre, fue acompañado por sus colegas Diego Carcedo y Evaristo Canete; Canete es aquel hombre que le sostuvo la mirada al drama en tantos acontecimientos mundiales (y entre ellos, el que ocurrió en Nevado del Ruiz y dio de sí las imágenes tremendas e inolvidables de la niña Omay-ra). Les llevó a Brihuega, a encontrarse con Manu, Vicente Romero, otro veterano de estas batallas.
Le fueron a ver porque a Manu le entregan ahora el Luca de Tena de Abc y porque está a punto de fallarse el premio internacional que lleva el nombre de Leguineche. Para los que esperamos que la tele sirva para mensajes así, la presencia de Manu en la pantalla, con su sombrero panamá, junto a un vaso de vino, sonriendo a la cámara, ironizando sobre la banalidad de nuestras quejas, resulta una razón más para amar este medio, la tele, al que él ha regalado tiempo, oficio y talento. Y sentido del ritmo informativo, que es como la música que alienta detrás de tantos reportajes y de tantos libros que en realidad son manuales para que dejemos de quejarnos.

Manu narrando cosas de Miguel Delibes :
"Miguel se alarmó el día que plantaron en Valladolid el primer semáforo. "Esto va a ser pronto Manhattan", debió pensar con su modo de ver las cosas. Pasado el. primer susto, lió un cigarrillo de caldo, que era su forma de resignarse, se caló la boina y cruzó el. Campo Grande, su Campo Grande, donde un guardia urbano le: pegó una noche de Navidad en la, que circulaba en bicicleta. Miguel. volvía de su periódico, de dibujar unas caricaturas con el seudónimo de Max (M por Miguel, A por Ángeles, su mujer, y X por la incógnita del futuro). O puede que hubiera escrito una crónica futbolística, una crítica de cine con los mejores; elogios para una película neorrealista italiana o una nota literaria. Miguel era un hombre universal, catedrático en la Escuela de Comercio por la mañana, periodista por la tarde, novelista por la noche. Todo eso sin salir de Valladolid, su Manhattan Transfer, una ciudad a la medida de Delibes, donde las vidas se ven redondas.Algunos domingos íbamos al fútbol, a ver jugar al Valladolid. Miguel escribía crónicas de los partidos para El Mundo Deportivo, de Barcelona. Unas crónicas jugosas en las que aplicaba su libro iniciático, el Mercantil, de Garrigues, al 4-2-4. Miguel, tan lejos siempre de la jerga al uso destrozaba los tópicos futbolísticos.
Una tarde de fútbol y frío la policía del estadio Zorrilla golpeó con sus porras a un espectador que se había lanzado al campo para cantarle unas lindezas al árbitro. El hincha del Real Valladolid fue sacado a la banda en estado de semiinconsciencia. Sangraba. Miguel gritó unas cuantas palabras y luego dijo: "Esto no puede quedar así". Por la mañana le acompañaba a la comisaría para presentar la denuncia. No olvidaré nunca -eran, creo, finales de los cincuenta- la cara de incredulídad de aquel comisario jefe, enfrentado, quizá por primera vez, a la indignación moral de un ciudadano.
Miguel era nuestro Mahatma vallisoletano. Un alma grande que perseguía a las perdices, "un primitivo, rusoniano", como le dijoa César Alonso de los Ríos, que amaba a los pájaros y los fines de semana, abierta la veda, los mataba.
Boina, botas, picadura, una escopeta sin nombre, una cazadora gastada y mucho sentido común. Se rió cuando le eligieron el más elegante de Europa junto con Malraux. Se asustó cuando plantaron el primer semáforo. Risas y sustos, la caza, que siempre cura males menores. A los 10 años, en el colegio de La Salle, el profesor de Psicología supo tomarle el pulso: "Tiene la mirada lánguida y un poco tristona, y es Miguel, sin embargo, el más alegre y juguetón del grupo". Miguel, triste y jovial.
Cuando buscábamos en mano a la perdiz roja Miguel cantaba "la otra tarde bailando estaba con Lola" mientras subía la trocha. Había que sorprender al bando a la somada. "Yo soy un cazador que escribe, no un escritor que caza", o también: "Se escribe como se es". Miguel ha aplicado siempre la sencillez del castellano viejo, la naturalidad, la autodefensa del humor, la sobriedad, el cuidado de un Balzac para. la observación, a su vida privada y pública. Pero odia los ascensores, no soporta el avión. Diagnóstico: claustrofobia. Busca los grandes espacios, y si no fuera por Castilla, la Castilla "dermoesquelética" de Unamuno, este hombre sensible, reservado y apartadizo hubiera sido feliz en el Far West.
Cuando murió Ángeles se rompió su equilibrio. "De un salto pase de la juventud a la vejez, del afán creador al más puro escepticismo". El hombre que ha conocido la guerra civil a los 17 años a bordo del crucero Canarias, que ha pasado por apreturas económicas, que ha viviseccionado a la burguesía castellana, se vino abajo de pronto sin aparente remedio. Sus amigos creímos que se nos iba, consumido de pena. Vive atormentado, se le apaga la voz, la pasión de vivir, de indagar y descubrir, de escuchar cómo hablan sus paisanos de Castilla. Ya no es ese Miguel sentencioso y lleno de curiosidad por todo. Ha desaparecido esa sonrisa que puntúa su vida, esa visión, a ratos mordaz, del universo pequeño y grande. Hasta que con el paso de algunos años descubre de nuevo en la novela -"un hombre, un paisaje, una pasión"- su cura psicoanalítica.
Miguel es como un árbol, crece donde le plantan. En 1962 estaba bajo ese árbol cuando un personaje del régimen le flamó por teléfono para afearle (sería destituido por ello) la línea aperturista del periódico que tan dignamente dirigía. "Me estás jodiendo el experimento", dijo el personaje desde Madrid. Se refería a la ley Fraga de Prensa. Ni iroma, ni guasa, ni chocarrería, ni zumba castellana. Por una vez Miguel se puso trascendente y respondió: "¿Que os estoy jodiendo el experimento? ¿Desde cuándo la libertad es un experimento?".

Manu narrando cosas de Laos :
"Hace 30 años, el jefe de la casa real laosiana me invitó a la fiesta del Pimai, en la capital en la que residía el monarca Sivang Vatana, barrido en 1973 por la revolución comunista. En el templo de las Tres Pagodas, el rey, un hombre simpático y bondadoso, sentado sobre un almohadón y rodeado de servidores seguía con cierto cansancio los sermones de los bonzos. Sonaban los xilófonos y los fieles daban suelta a los pájaros para ganar indulgencias en el reino de Buda y Sivang Vatana. Al terminar las fiestas, que duraron tres días, el jefe de protocolo me preguntó por qué España no mantenía relaciones diplomáticas con el reino de Laos. No tenía respuesta para la pregunta ni era asunto mío pero al bajar a Bangkok se la trasladé al primer secretario de nuestra embajada en Tailandia, Máximo Cajal. Antes de un año España y Laos abrían relaciones plenas. Así se escribía la historia laosiana por aquellos años.En 1973, las guerrillas comunistas triunfaron sobre el ejército real apoyado por los norteamericanos. Acabó la guerra secreta del reino de Laos, que pasó a llamarse República Popular y Democrática. El Gobierno comunista cultivó el aislamiento. Temía la apertura, la perestroika. La vida en Vientian, la capital administrativa, discurría replegada sobre sí misma, al ritmo de los triciclos de la avenida Lan Xang, lenta, lánguida, sin apenas turistas, sin rascacielos, sin el alboroto de Bangkok. Para quien llega a Tailandia, tanto Vientian, como Luan Prabang son un balneario, una cura de descanso y de ruido. Luan Prabang, donde vivió Luis Roldán, no ha perdido su inocencia. Se escucha el batintín de las 75 pagodas, el paso de los bonzos a la hora del óbolo. La única diversión nocturna consiste en acostarse pronto. Esta, uno de los últimos ejemplos de la Vieja Asia, es la tierra del millón de elefantes y el parasol blanco, uno de los vértices del Triángulo de Oro, el paraíso de la droga. En el aeropuerto te desean, como siempre, la bienvenida en francés y pronto se escuchan canciones de Edith Piaf. La gastronomía local incluye ancas de rana. ¿Qué ha sido de Laos, el país olvidado desde 1975? El final del comunismo y de la ayuda soviética sonó en Vientian como un pistoletazo en medio de un concierto.
El triunfo militar del Patet Lao trajo los uniformes verde olivo y la burocracia del partido único. El Gobierno comunista colectivizó la agricultura y la industria. Fue una catástrofe. A mediados de los ochenta Vientian admitió en parte la derrota del marxismo y empezó a coquetear con la economía de mercado. Es un pequeño país de poco más de tres millones de habitantes, montañoso, sin salida al mar, sin ferrocarril, mal comunicado, con sus triciclos (tuktuk) en las ciudades, sus elefantes y tigres en las montañas. La Albania asiática.
Laos ha tenido siempre algo de secreto, de apartadizo. Los golpes de Estado eran crónicos en los sesenta y nuestro amigo el suizo Papa Gumiez, dueño de una taberna en Vientian, se escondía con sus amigotes en la bodega en cuanto sonaba el primer disparo del cuartelazo. Después de interminables partidas de póker y consumida en parte la bodega, cuando la radio anunciaba el triunfo o el fracaso del golpe, Papa Gumiez salía de nuevo a la superficie. Llegan unos pocos miles de turistas atraídos por la naturalidad de Laos, por su autenticidad, hartos del estruendo tailandés. A veces se cierra de pronto la frontera, se suspende la concesión de visados. El Gobierno se asusta. Tailandia -la molesta vecina- es la nueva potencia regional. Invierte en Laos. Van a hacer de la pura Luan Prabanc, la capital de las salas de masajes. En el museo local te enseñan las tazas de té regaladas por Mao, una medalla de Lindon Johnson y la bandera laosiana que por encargo de Nixon voló en el Apolo. El Patet Lao convirtió a la burocracia en una de sus bellas artes. Ahora no sabe qué hacer de los 200.000 funcionarios, ni sabe tampoco qué modelo de sociedad elegir, a caballo entre el comunismo y la reforma económica. El puente tendido sobre el río Mekong, entre Nong Kai, la orilla tailandesa, y la laosiana, mal que le pese al Gobierno, temeroso del contagio, va a romper con el hermetismo y el aislamiento laosiano. En el aeropuerto leemos un anuncio que dice: "Deposite sus armas de fuego". Recuerdo aquellos viajes en Air Continental de Vientian a Luan Prabang en 1965, con el avión cargado de gallinas y cajas de whisky para los generales proamericanos. Chuleta de búfalo condimentada con coco en el Salongsay, música tribal en el hotel Lan Xang. Vientian (recinto del sándalo) entreabre sus puertas. El gong de la pagoda del monte Fusi en L. P. (capital del Buda de oro fino) llama al viajero. A un viajero llamado Luis Roldán."





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